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A un año de que se celebre el mundial de fútbol,
unas 200.000 personas de barrios pobres están bajo amenaza de desalojo
–y en riesgo de no percibir las compensaciones pertinentes– en la
mayoría de las sedes del campeonato. El próximo sábado 7 se decidirá en
Buenos Aires la sede de las Olimpiadas 2020, ¿de verdad queremos unas
Olimpiadas en Madrid?
Texto:
Nazaret Castro (São Paulo)*. Fotos: Rogério Viéira.

AI 0631, AI 0632, AI 0633. Una mañana cualquiera del otoño de 2011,
los vecinos de Vila da Paz, al sureste de São Paulo, se encontraron esas
pintadas en sus casas al volver del trabajo.
Agentes de la
policía aparecieron sin previo aviso, numeraron los edificios y dejaron
un mensaje a los vecinos: tenían que desalojar inmediatamente sus casas.
“Nos quieren echar para hacer aquí una avenida. Dicen que esta es un
área de riesgo, pero es mentira: lo que quieren es librarse de nosotros,
porque creen que desvalorizamos la zona”, nos contaba entonces José
Alves Santos.
Como él, y aunque el gobierno municipal lo niegue, muchos vecinos
están convencidos de que el intento de expulsión tiene que ver con el
Mundial: “Quieren limpiar todo São Paulo”, concluía Eliandra, otra
vecina. Maria das Graças, militante de la Unión de Movimientos de la
Vivienda (UMM), es aún más contundente: “La idea es remover todo lo que
se pueda, higienizar, y, lo demás, ocultarlo”.
Algo parecido sucedió en la Vila do Sapo, una de las 15 favelas
afectadas por el proyecto de rehabilitación de la carretera de
circunvalación Tietê, al oeste de la ciudad. Las autoridades municipales
llegaron a la favela e
informaron a su población, unas 500 familias, de que el poblado iba a ser derruido.
Para muchos, no era ninguna novedad: Emerson, a sus 39 años, 36 de
ellos vividos en la misma favela, veía por tercera vez cómo echaban
abajo las chabolas, para dejar vacío el terreno sobre el que, una y otra
vez, se volverían a alzar las precarias viviendas. “Hace 30 años el
barrio era más peligroso, no había luz ni agua. Y ahora, después de lo
que hemos trabajado para vivir con dignidad, nos quieren echar como si
fuéramos basura”, narraba Emerson, indignado.
Dos años después de aquella visita, la situación no ha mejorado mucho
para los vecinos de decenas de favelas en la ciudad más rica de
Sudamérica: trecho norte del Rodoanel (circunvalación) y Parque Linear
Canivete, al norte de la ciudad; Paraisópolis y Cantinho do Céu, al sur.
En el centro de la ciudad, las cosas no están más tranquilas: según el
Observatorio de Remociones,
en el centro de São Paulo ya han sido desalojadas 1.115 familias, y otras 1.470 siguen en riesgo.

A las obras de infraestructuras directamente relacionadas con el
megaevento deportivo, como el estadio de Itaquera en la zona este de la
ciudad, se suman las nuevas carreteras y urbanizaciones fruto de un boom
inmobiliario que en buena medida alimenta el Mundial. Un boom que
necesita expandirse por terrenos hasta hoy ocupados por comunidades
pobres: según el Observatorio de Remociones
100.000 personas
serán desalojadas en la capital paulista, y unas 200.000 en todo el
país, por proyectos vinculados a las infraestructuras requeridas por el
Mundial.
En el punto de mira están Río de Janeiro, sede de los Juegos
Olímpicos de 2016, y São Paulo, la cara más moderna de esa gran potencia
emergente que es hoy Brasil; pero las obras y los desalojos afectan a
las 12 ciudades que acogerán el Mundial. La urbanista brasileña Raquel
Rolnik, relatora de Naciones Unidas para el Derecho a una Vivienda
Digna, ha documentado desalojos irregulares en São Paulo, Río, Belo
Horizonte, Curitiba, Porto Alegre, Recife, Natal y Fortaleza.
Rolnik lleva varios años denunciando que las remociones se producen
“sin respetar mínimamente” las leyes nacionales ni los acuerdos
internacionales de los que Brasil es signatario, que garantizan sobre el
papel el derecho de las comunidades y su derecho a recibir a cambio una
vivienda igual o mejor que la que pierden. Pero, según el Observatorio
de Remociones,
en el centro paulista el 26% de las familias desalojadas no recibieron atención alguna por parte de las autoridades locales.
Se han documentado múltiples casos en la capital paulista en que se
ofrecía a los vecinos un pasaje de autobús para volver a su tierra de
origen: en muchos casos los estados más pobres del país, en la región
Nordeste. Allí, en la ciudad de Maceió, Rolnik documentó cómo una
comunidad que ofrecía resistencia al desalojo sufrió amenazas de muerte
por parte de grupos paramilitares.
Son ejemplos de “una política fascista de higienización de la
pobreza”, en palabras de la activista Helena Silvestre. En las favelas
de Real Parque y Paraisópolis, al sur de la ciudad, no pocos sospechan
que se han provocado incendios para expulsar a los vecinos y hacerse con
ese suelo tan codiciado, lindante con el lujoso barrio de Morumbi, como
ha denunciado la revista ‘Caros Amigos’.

Otras estrategias de intimidación son más sutiles: “Se compran
liderazgos y se distribuye el dinero de forma desigual, para evitar que
resistan de forma cohesionada”, añade Rolnik.
En la Vila do Sapo, las autoridades locales ofrecieron una ayuda mensual de 300 reales (unos 110 euros) durante dos años; es
el llamado “cheque-desalojo”, una cantidad manifiestamente insuficiente para alquilar en la zona.
La única alternativa es buscar casa cada vez en lugares más
periféricos. Y eso implica que “las familias ven su vida
desestructurada: allí donde no molestan, lejos de los centros de poder,
no hay escuelas ni hay trabajo”, afirma Maria das Graças.
UNA SOCIEDAD DUAL
La remoción de favelas ubicadas en terrenos apetecibles para el
mercado inmobiliario no es ninguna novedad, pero la proximidad de los
megaeventos deportivos está acelerando el proceso. De un lado, porque
“es preciso dejar las ciudades bonitas para los visitantes”, dice Maria das Graças, “es necesario presentar en el extranjero la imagen de una ciudad sin pobreza”, explica Raquel Rolnik.
Una “ciudad vitrina”, en la afortunada expresión de Carlos Vainer,
profesor de Urbanismo en la Universidad Federal de Río de Janeiro
(UFRJ).
Las favelas molestan. Deben realojarse más lejos, o, en su caso, se ocultan, como en Río,
donde los turistas que viajan al centro desde el aeropuerto de Galeão
ya no tienen que toparse con el enorme complejo de favelas de la Maré,
oculto ahora tras un inmenso muro de hormigón.
“La idea es que el cinturón de pobreza se sitúe cada vez más lejos de
los barrios ricos, donde nadie los ve”, asegura Roberto Benedito
Barbosa, alias Dito, abogado y militante de la UMM. Amparados en el
manto de impunidad que facilitan los sentimientos patrios y el fútbol,
las autoridades y los poderes económicos aprovechan el tirón. Quieren
esconder la pobreza debajo de la alfombra”, sentencia Emerson, quien,
como Dito, cree que el Mundial “sirve a ese interés” de limpieza urbana e
higienización de la pobreza.

“Las condiciones que les ofrece la alcaldía dependen de la
resistencia que impongan: si no hay presión, se quedan sin nada”,
explica Maria das Graças. En Brasil, donde los movimientos sociales
relacionados con el derecho a la vivienda digna tienen una larga
tradición, la población ya ha organizado comités populares en la mayor
parte de las ciudades que serán sede del Mundial. Según cree la
Articulación Nacional de Comités Populares (ANCOP),
la acción popular es el único modo de contrarrestar la inercia del poder público: la de evitar el diálogo con las comunidades afectadas y favorecer a las elites económicas.
Así ha sucedido, afirman, en la ciudad nordestina de Natal, donde la
presión popular ha logrado que el alcalde se comprometa por escrito a no
permitir ningún desalojo. La relatora de la ONU Raquel Rolnik documenta
casos como el de Vancouver, en que la movilización popular reorientó el
proyecto avalado por el COI para los Juegos de Invierno de 2010, frente
al caso de Sudáfrica, sede del Mundial de fútbol ese mismo año, donde
la población comenzó a articularse cuando ya era tarde.
“LA FIFA ES UNA MAFIA”
Dito repite una y otra vez que
el movimiento no es contrario a la celebración del Mundial, sino a que este conlleve más segregación:
“Queremos un Mundial de la inclusión”, dice. Lo que los movimientos
sociales intentan transmitir a los brasileños es que ellos, que pagarán
las facturas de las millonarias obras, “no están invitados a su propia
fiesta”, en palabras del profesor Vainer. Un ejemplo sencillo: por
imperativo de la FIFA y sus patrocinadores, solo las marcas autorizadas
podrán venderse dentro y fuera de los estadios.
El comercio ambulante será prohibido en dos kilómetros a la redonda para asegurar el beneficio de esas marcas
y se impedirá el acceso a los partidos con cualquier bebida o comida,
incluida agua. Precisamente en torno a la venta de bebidas alcohólicas
en los estadios, que Brasil prohíbe por motivos de seguridad, rondó una
de las polémicas de la Ley General del Mundial, aprobada en mayo de
2012. La FIFA ganó la batalla y la Budweiser podrá vender cerveza en los
estadios; a cambio, Brasil podrá vender a un precio más bajo un 10% de
entradas reservadas a ancianos, estudiantes y beneficiarios del programa
asistencial Bolsa Familia.
Otros aspectos de calado más profundo han pasado desapercibidos en la
prensa. Por ejemplo, las reformas ad hoc de las leyes de
responsabilidad fiscal, que limitan en Brasil la capacidad de
endeudamiento, será flexibilizada:
un municipio podrá endeudarse para construir un estadio, pero no para efectuar obras en la red de saneamiento
–en un país donde el 45% de los hogares carecen de acceso a un sistema
de saneamiento digno–. Además, la FIFA quiere crear tribunales
especiales, como hizo en Sudáfrica, para punir a los que vendan
irregularmente productos o entradas, o violen las más de mil marcas ya
registradas, entre ellas, el número 2014.

“La FIFA es un casino. En un casino, muchos juegan, pocos ganan.
Quien nunca pierde es el dueño del casino”, ha señalado el escritor Frei
Betto. Lo denunció el exfutbolista y actual diputado Romário da Souza
Faria, al denunciar en una entrevista al diario O Globo que
“Brasil
será entregado a una FIFA que se va a llevar más de 3.000 millones de
reales (más de 1.000 millones de euros) y no va a pagar ni 1.000”.
La FIFA no quiere hinchas, sino consumidores. Rolnik es más
contundente: “La FIFA es una mafia”. De hecho, los escándalos por
corrupción dentro de la FIFA se han hecho tan notorios que, a finales
del pasado mayo, su Comité Ejecutivo aprobó cambios en la estructura de
la organización para mejorar su imagen…
ELEFANTES BLANCOS
Otro interrogante que se plantean los brasileños más críticos es hasta
qué punto esas inversiones que motivarán los eventos deportivos serán en
provecho de la población o acabarán convirtiéndose en grandes
‘elefantes blancos’, edificios caros e inútiles que un país con tanto
por hacer no puede permitirse. Los números marean: según un estudio de
la consultora Ernst & Young y la Fundación Getulio Vargas,
la organización del Mundial supondrá un gasto total de 30.000 millones de reales, unos 11.000 millones de euros,
supondrá la creación de 3,6 millones de empleos directos e indirectos, y
generará ingresos tributarios adicionales por valor de unos 6.880
millones de euros.

Pero, ¿revertirá esta ingente cantidad de dinero en el pueblo
brasileño en su conjunto o solo en el beneficio de un reducido número de
empresas? Cada vez más brasileños comienzan a ponerlo en cuestión. No
extraña entonces que el Mundial haya estado en la pauta de los
indignados brasileños, que surgieron con fuerza en São Paulo a mediados
del pasado mes de junio agitados por el alza de unas tarifas de
transporte público que ya son abusivas, pero cuyas protestas también
ponen en cuestión todo el sistema, desde la desigualdad enquistada a la
corrupción política y la brutalidad policial.
En Brasil se juega, hacia dentro y hacia fuera, una partida de ajedrez que será determinante para su futuro.
En un país donde el 1% de los propietarios posee el 40% del suelo,
los megaeventos deportivos brindan un escenario ideal para que las
oligarquías consoliden sus posiciones. Una de las más célebres
instantáneas de São Paulo sintetiza la insultante desigualdad de la
sociedad.
Al sur, en el lujoso barrio de Morumbi, los edificios Penthouse y
Roof, símbolos del poder y la ostentación, se alzan frente a la favela
de Paraisópolis, que, con sus 60.000 habitantes, resiste, desafiante, a
la inercia de las elites. Ya ha habido intentos de echarlos, de
amurallarlos, pero allí siguen, y crecen, como crece la miseria en São
Paulo, a un ritmo tan vertiginoso como la dinámica economía de la ciudad
más rica de Sudamérica.