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Hay una especie de estupor –irritado estupor– en la cúpula de la
FIFA, que controla el gran negocio del fútbol mundial. La Copa
Confederaciones, que se desarrolla en Brasil, debería ser, además de una
prueba para el Mundial que el país abrigará dentro de un año exacto,
una gran vidriera para que la entidad haga lo que más sabe hacer:
negocios millonarios, con toda su consecuente carga de corrupción.
En un aspecto, el plan funcionó: los ojos de medio mundo están
puestos en Brasil. Todo lo demás resultó en un desastre. No por
coincidencia, la apertura del torneo concordó con el más espectacular
brote de manifestaciones populares de los últimos 30 años en el país de
Pelé, Garrincha, Rivelino, Sócrates, Zico y una vasta congregación de
genios del fútbol.
La FIFA tiene un rol protagónico en las marchas populares, pero como
blanco de las protestas. Patrocinadores tanto de la Copa como del
Mundial del año que viene, como las automotrices Hyundai y KIA, se dan
cuenta, asombradas, de cómo sus concesionarias son destrozadas por
turbas enfurecidas. No se trata de destrozar en protesta por la calidad
de sus coches, sino por el patrocinio de los torneos.
Joseph Blatter, el presidente de la FIFA que logró zafar de las
acusaciones –y de las pruebas contundentes– de corrupción aguda,
argumentando que los estatutos de la entidad no preveían castigo para
los corruptos, no logró zafar de los abucheos cuando su nombre fue
anunciado en el juego de apertura formal de la Copa Confederaciones. Y
se dio cuenta de que la cosa iba en serio cuando manifestantes
enfurecidos empezaron a intentar bloquear los estadios, exigiendo que la
policía militar de diferentes estados brasileños hiciese gala de su
capacidad de salvajismo. Blatter vio cómo los hoteles donde se alojan
selecciones extranjeras fueron blanco de protestas y cómo varios buses y
automóviles, por el simple hecho de ostentar la credencial de la FIFA,
se transformaron en blanco de la furia.
No por casualidad el presidente de la institución que controla el
fútbol –y la vasta, infinita gama de intereses millonarios que la
rodean– abandonó súbitamente el país y voló hacia Turquía, con la frágil
excusa de que iba a prestigiar la inauguración de un torneo menor
promovido por su institución.
El regreso de Blatter se dio en un vuelo fletado de Turquía para
Belo Horizonte, capital de Minas Gerais, el estado que tiene la tercera
mayor economía del país y donde se disputó ayer por la tarde la
semifinal entre Brasil y Uruguay. El capo di tutti capi del fútbol
mundial exigió –y fue atendido– un esquema especial de seguridad, a
cargo de las autoridades públicas.
Sobran razones para tanto cuidado: la FIFA y el Mundial del año que
viene ocuparon un lugar destacado en las multitudinarias, y muchas veces
violentas, manifestaciones que coparon las calles del país. El
prepotente e impertinente “patrón FIFA” de exigencia para los estadios y
servicios relacionados con el Mundial pasó a ser exigido, en las
calles, para programas de salud, educación y transportes públicos. La
FIFA logró alterar puntos de la legislación nacional, logró que el
Estado brasileño se comprometiese con todas sus exigencias, y algo más.
El problema es que ese algo más no estaba en sus planes.
Cuando decían exigir “patrón FIFA” para todo, los mandamases del
deporte seguramente no esperaban que las manifestaciones populares
pasasen a exigir, en las calles, el mismo “patrón FIFA” para hospitales,
salud, transporte, seguridad pública. Y que la sigla de la institución
se transformase, en las consignas populares, en sinónimo de denuncia de
obras sobrefacturadas, corrupción, desvío de recursos públicos.
Ahora, cuando la Copa Confederaciones entra en su etapa final, el
capo Blatter, reunido con sus asesores, esperaba hacer el balance de ese
ensayo para lo que deberá ocurrir dentro de un año.
Seguro lo hará. Pero hay ingredientes inesperados a la hora de analizar el resultado de la receta.
Por ejemplo: no existía la perspectiva del humo de las bombas de gas
lacrimógeno lanzadas por la policía en los alrededores de los estadios,
porque nadie esperaba que por todo el país brotasen manifestaciones
multitudinarias. Nadie podía esperar que los patrocinadores ocultasen
sus marcas para preservarlas de la ira de los manifestantes. En Belo
Horizonte, una concesionaria de la Hyundai muestra un cartel: “Estamos a
favor del cambio, pero sin violencia”. Es que en la última
manifestación, al ser identificada como patrocinadora de la FIFA, la
tienda fue destrozada. Resultado: 500 mil dólares de pérdidas.
Hay más disgustos para Blatter y su grupo. Faltando un año para el
Mundial, quedó en evidencia que falta mucho, muchísimo por hacer. Ahora
mismo se constató que solamente seis de los doce estadios donde se
disputará el Mundial están listos. La FIFA exige, creyendo que todavía
puede exigir, que estén listos para el fin del año.
Además, está la calidad del césped de las canchas. Preocupadas por
los agujeros que surgen a cada tanto –y que pueden causar lesiones
graves a los jugadores– varias selecciones han protestado. El estadio de
Brasilia, uno de los más caros del mundo, dedicó unos cinco millones de
dólares solamente al césped, que no resistió siquiera al partido
inaugural. En el legendario Maracaná, reformado a un precio de 600
millones de dólares (atención: reformado, no construido), el césped
aguantó con más dignidad. Sólo se reveló desastroso al segundo partido.
Un dato curioso: en el intervalo de los partidos disputados en el
Maracaná, diligentes funcionarios recorrían la cancha munidos de latas
de spray verde para cubrir los vacíos y no dejar que la televisión
enseñase la verdad.
Las comunicaciones de Internet y celulares de la nueva generación,
la 4G, son frustrantes. Faltan locales de alimentación y, cuando los
hay, falta comida. Las entradas vendidas por Internet se duplican, o
sea, gana quien llega antes. Los hoteles multiplicaron sus precios por
tres. El traslado hacia los estadios carece de organización y, cuando se
organiza, tropieza con las manifestaciones callejeras. Hay al menos
cinco casos en que buses de la misma FIFA no pudieron llegar a los
estadios por el bloqueo de las brigadas de la policía militar destinadas
a impedir el paso de manifestantes.
A esta altura, Blatter ya sabe de todo eso y más de uno en el
gobierno brasileño estará arrepentido de haber abrazado el sueño de Lula
da Silva, futbolero fanático, de hospedar un Mundial en Brasil.
Se esperaba que la Copa Confederaciones fuese una prueba para la
estructura armada para recibir a un Mundial. Lo que se comprobó es que
miles de millones están siendo destinados a algo que poco o nada dejará
al país. A menos, claro, que Brasil logre el milagro de salir campeón en
2014.