El gol o la nada
Por Simón Klemperer
De patriotas...
Se viene el Mundial de Brasil. Es tiempo de
empezar a pensar quién queremos que gane y quién queremos que pierda. Yo
quiero que pierdan casi todos, salvo alguno que juegue bien, pero que
todavía no sé cuál es. El fútbol bien jugado no se encuentra fácilmente.
Sin embargo, somos pocos los mercenarios de la felicidad que elogiamos
el equipo según su forma de juego. Somos pocos los desorientados del
balón, los apátridas del gol, los nómadas de camiseta, que primero
entramos a la cancha, observamos el paisaje, y después elegimos.
Sin
embargo, de una u otra manera a casi todos les tocó un país. Uno
chiquito aunque sea. Y así las cosas, tenerlo es sinónimo de quererlo. Y
si alguno, desde chiquito, tiende a serle indiferente, le tienen
preparado un hermoso entramado de instituciones totales que le enseñarán
a querer y respetar a ese paisote más que a la mismísima madre. Les
tenemos amor a los colores desde antes de que nos dejen ir solos al
kiosco. No sabemos bien por qué, pero da lo mismo, la cosa es así y a
cantarle a Gardel.
El fútbol es uno de los mundos donde mejor se
expresa esa limitación del intento de pensar. En la mayoría de los
casos, cuando se habla de fútbol, el fútbol da igual. El acto
patriótico, la identificación general, se reproduce eterna y
mecánicamente. Cuando somos nenes saludamos a la bandera sin
cuestionarnos nada, haciendo caso omiso de los crímenes cometidos en su
nombre, naturalizando la opresión, y vemos a nuestra selección sin
importar el bodrio que se nos venga encima. No importa si nuestro equipo
juega mal, pésimo, horrible, si es individualista, violento, ratón,
mediocre, aburrido, si dependemos de un enanito veloz y no tenemos juego
en equipo, ni alegría, ni sonrisas, ni amagues, ni bicicletas, ni
taquitos, ni pases cortos, ni goles. No importa nada. Es el equipo que
nos tocó y punto. Anulada la capacidad de elección.
A mí y a mis
paisanos, mercenarios del placer, del caño, la bicicleta, el pase corto,
el centro atrás y gol, lo que nos gusta del fútbol es el fútbol. Suena
raro de tan obvio. Los paisanos buscan paisajes comunes. Los paisanos
eligen a sus paisanos. Los patriotas no. Los patriotas tienen a sus
compatriotas definidos. Los paisanos deciden su equipo por lo que pasa
adentro de la cancha; los patriotas, por lo que pasa afuera, y así, así
el fútbol pierde.
“Yo como argentino deseo que gane siempre el que
juega mejor. Enclaustrarse en una nacionalidad o en una frontera es ser
esclavo. Libre es el hombre universalista que así no ve apátridas.
Siempre ve seres humanos y entre ellos puede escoger lo mejor sin mirar
de dónde vienen”, decía Dante Panzeri.
A veces, es verdad, la mente
va generando asociaciones que exceden el país y crea otras mayores,
relacionadas con ideas y pensamientos. Nos vamos definiendo en cuanto
argentinos, chipriotas, latinoamericanos, europeos, tercermundistas,
católicos, escépticos, eclécticos, peronistas, comunistas, románticos,
sadomasoquistas, etcétera.
... y paisanos
Cuando era más
jovencito y más creyente, recuerdo, convertía cada partido en una pugna
estratégica geopolítica de la cual dependía el fortalecimiento de mis
creencias y el futuro del universo. El paradigma extrafutbolístico de
ese pensamiento político al pedo era sentirse orgulloso de que Cuba
fuera tercero en el medallero olímpico. Actualmente no dejo de practicar
ese deporte ideológico-politicoso, pero sí he optado por no ver nunca
más los Juegos Olímpicos.
Recuerdo la primera vez que tomé partido
por un equipo en función de categorías ideológicas. Corría 1988, el Muro
de Berlín no caía aún y la Perestroika no terminaba todavía con la
Unión Soviética. Se jugaba la final de la Eurocopa entre Holanda y la
URSS. Yo quería que ganara la URSS y en ese querer me jugaba mi
identificación con esa parte del mundo. En el equipo holandés jugaban
Rijkaard, Gullit y Van Basten. Lo hacían con una armonía que, hasta el
actual Barcelona, pocas veces se volvió a ver; sin embargo yo prefería
pensar políticamente y emocionarme con la camiseta roja, el CCCP blanco
en el pecho y la hoz y el martillo al costadito. Holanda jugaba mejor y
Gullit expresaba toda la alegría que, más adelante me daría cuenta, no
podría haber expresado ni la URSS ni el comunismo soviético, ni la
pindonga. Ganó Holanda y no disfruté, solo sufrí.
Pasaron diez años.
Mundial de Francia 98, cuartos de final. Se enfrentaban Francia y
Paraguay, iban empatados y jugaban tiempo extra. Gamarra con el brazo
roto defendía el orgullo guaraní por cielo, mar y tierra. Se jugaba todo
en esa cancha. La humildad contra la prepotencia. Los pobres contra los
ricos. El bien contra el mal. Ganó Francia con gol de oro al minuto
114. El gol más triste de la historia. Llanto absoluto, inconsolable. Si
el gol de Maradona a los ingleses fue el momento más feliz de la
historia, ese gol francés fue el más triste. Nunca dejará de doler.
Cuatro
años más tarde, Mundial de Corea y Japón, México estaba quedando
eliminado contra Estados Unidos. Pocas imágenes más dolorosas que esa
para el orgullo tercermundista. Corría el último minuto de partido, una
pelota volaba por el aire cuando un jugador de cada equipo saltaba para
cabecearla. El gringo saltó mirando la pelota. El mexicano no. El
mexicano era Rafa Márquez, y desde el principio me percaté de lo que ahí
estaba por suceder. Cuando la pelota bajaba a tres metros de altura y
en dirección al suelo, Márquez comenzó a correr a lo lejos. El gringo se
encontraba en el aire en busca del balón cuando el mexicano se despegó
furioso del suelo, con total determinación, en busca del orgullo. Fue un
salto gigante e interminable. Márquez volaba convencido, sabiendo que
el partido estaba perdido y que la única venganza posible era la que
estaba por cometer. Nunca miró la pelota. Miró exclusivamente la cabeza
del pobre gringo a la cual impactó de lleno con la frente. Márquez cayó
de pie y se fue de la cancha antes de que el árbitro alcanzara a sacar
la tarjeta roja. El gringo no cayó como humano, cayó cual saco de balas
arrojado por un avión del ejército de su país. Y fui feliz en ese
momento, festejé ese crimen como si Estados Unidos hubiera devuelto el
territorio robado cien años antes, y no me arrepiento de mi alegría.
Ese
recuerdo, 16 años después, me sigue dando ganas de llorar. Todavía me
gusta que pierdan los europeos, sin embargo, el escepticismo que me
posee y me da oxígeno, se interrumpe cuando veo jugar bien a algún
equipo. En ese momento, cuando alguien juega con alegría, con belleza,
con ganas de meter goles, de divertirse, me vuelvo creyente,
fundamentalista, desenfundo mi más irracional bielsismo, y me pongo la
camiseta del que sea. Es en ese momento cuando encuentro a mis paisanos,
que gritan los goles conmigo, y elimino a los patriotas, que defienden
los colores al precio que sea.
La patria no existe si no hay gol, y
si hay gol, no hay patria que valga. Galeano contaba sobre dos
periodistas mexicanos que en 1992, en Yugoslavia, estaban en pleno fuego
cruzado intentando entrar a Sarajevo, ciudad prohibida a la prensa
internacional. Y cuando parecía que sí, resultó que no, que no llegaron a
Sarajevo. Se encontraron rodeados por una multitud de metralletas y un
oficial. El oficial, en algún idioma incomprensible, gritaba y se pasaba
la mano por el pescuezo, como queriendo dar la orden final. Cuando los
gatillos estaban a punto de sonar, “a los mexicanos se les ocurrió
mostrar sus pasaportes y el rostro del oficial se iluminó”. El oficial
cambió la cara y exclamó “¡México! ¡Hugo Sánchez!”, y dejó caer las
armas. La muerte se transformó en abrazo. Aunque aquellas patrias
lejanas no dejaron de provocar muerte hasta desaparecer.
La palabra
México, contrario a lo que parece, no jugó un rol nacional, simplemente
remitió a un futbolista mexicano que en ese momento metía todos los
goles imaginables y los festejaba con volteretas en el aire. No influyó
la nacionalidad del goleador, sólo importaron sus goles. La vida de los
periodistas esquivó la muerte justamente gracias a aquello que carecía
de nacionalidad: el gol. Fue lo universal lo que creó el lazo. El mismo
lazo que la nación estaba por romper. Los goles de Hugo Sánchez
suspendieron por unos minutos el pensamiento nacional, político y
religioso. Los goles generaron la hermandad que no generan las banderas.
Cuando se descargaron las metralletas, los soldados y los periodistas,
tan iguales y tan diferentes, dejaron de ser patriotas por unos minutos
para ser paisanos por el resto de los días.
Solo el gol nos hará
libres. A veces, como en mundiales anteriores, si el fútbol propone
empates, si defiende, calcula y especula, hay que quedarse sin equipo.
Quedarse solo en la mitad de la nada, quedarse sin colores en la mitad
de las hinchadas, quedarse sin balas en el fuego cruzado, es el precio
que hay que pagar para mantener vivo ese juego llamado fútbol. Para que
siga siendo un juego. Si adentro de la cancha no hay nadie que proponga,
que fabrique alegrías y genere juego, y afuera de la cancha se llena de
protestas, entonces, a veces, es mejor que pierdan todos.