jueves, 3 de julio de 2014

LA TRADICION CHARRUA DE MORDER DE LUIS SUAREZ

Once jugadores, un maestro y 33 gauchos

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Los fantasmas corren detrás de la pelota, a veces también trancan, meten goles absurdos, juegan con la ansiedad. Pero es sabido que para estar vivo, un fantasma primero tiene que estar muerto, y del deceso de la épica de Maracaná dieron cuenta más de sesenta años de derrotas. Su fantasma se aviva ahora que atravesamos “el grupo de la muerte” con una derrota inaugural que puso en marcha el llamado elemental de los orientales (“¡sabremos cumplir!/ ¡sabremos cumplir!”) y un héroe trágico eliminado de las canchas. En medio hubo una limpia victoria frente a Inglaterra y el más sufrido triunfo de la selección sobre Italia, puro duelo de la picardía autóctona, nunca ostentosa pero inesperada, y la astucia azzurra, que es una versión más rápida del orgullo latino.
Es un clásico que Uruguay encuentre sus mejores oportunidades recuperando de atrás, con un esfuerzo que sorprende por la entrega de sus jugadores, mejor preparados para pelear que para ganar. Se diría que sus victorias son un efecto residual de otro empeño, como los tropiezos de Buster Keaton, destinado a poner en juego la vieja discusión de la modestia y el poder sobre cómo abrirse paso entre los gigantes. Y es que Uruguay está más cerca de ganar cuando quiere salvar su derecho a existir, como es el caso del conflicto por upm con Argentina, como fue el caso de don José en la Banda Oriental. Haría bien el canciller Héctor Timerman en conocer hasta qué grado Uruguay se hace fuerte en la debilidad.
No deja de ser milagroso, sin embargo, que la selección uruguaya reavive estas marcas de la cultura, pese a que sus integrantes juegan en países remotos. Repiten, con sus carreras individuales, la diáspora de un país que todavía tiene el 20 por ciento de su población viviendo en el exterior. Italia, precisamente, es el país europeo que más jugadores contrata en sus ligas. En 2012 fueron más de treinta. De modo que más que ofrecer un fútbol afirmado en la experiencia del césped uruguayo, semillero y catapulta al exilio profesional, la selección ofrece el espectáculo de una utopía en movimiento, la redonda metáfora de una fatalidad nacional: un invento inglés convertido en la esperanza de 11 jugadores, un maestro, y 33 gauchos.
Para entender parte de esa idea agonística hay que recordar lo que encontró el médico que practicó la artroscopía en la rodilla izquierda de Luis Suárez: unas inmensas ganas de morder, franco exceso de la garra charrúa que se dejaban las mujeres indígenas después de cortarse un dedo por cada marido muerto –origen de la tenacidad en el duelo–, un cartílago con forma de mano milagrera, un ligamento blanco y otro negro, para el rencor o la amistad, varias protuberancias con el perfil ondulado de las cuchillas y una rótula capaz de golear el arco que le pongan enfrente.
Su eliminación del campeonato vino a poner en discusión lo que de un tiempo a esta parte la tecnología televisiva revela sin atenuantes: que el fútbol amadrina una variedad de deportes, como el jiu-jitsu, el karate en sus diferentes estilos, el judo, la lucha libre y el kung fu, especialmente protagónicos en las jugadas de pelota quieta, pero también mientras rueda. Cuando los chinos descubran que se puede ganar al fútbol con artes marciales, es posible que conquisten el título mundial, y será para siempre.
La mordida es de un tenor superior que coloca a Suárez en la dimensión de los héroes condenados a repetir, con el precio infame de su virtud, la tragedia de Aquiles, y viene a confirmar una vez más la condición irregular y mórbida de la excepcionalidad. El genio nunca es prolijo ni el talento nace de la disciplina, aunque se haga con ella. Los medios de todo el mundo clavaron la flecha en el talón de Suárez y Uruguay se quedó sin goleador. Lástima grande el talón y la flecha.
El episodio, de una riqueza infrecuente en los mundiales, también arroja una nueva luz sobre el impacto de los cambios tecnológicos en el mundo del deporte. Los jueces han quedado más expuestos al gran panóptico que los políticos (que se consuelen Lorenzo y López Mena), de modo que juegan un partido con lo que no ven, pero otros miran, y ahora hasta sancionan, por encima de la tradicional autoridad en la cancha. Hace poco la Asociación de Escribanos cuestionó el nuevo servicio de certificación legal que reconoce validez jurídica a los mensajes de texto, e-mails y fotos digitales. “Un algoritmo matemático no nos puede sustituir”, reclamaron los profesionales de la firma con una protesta que recuerda a los ludistas ingleses contra las máquinas a vapor. Sin embargo la ley ya está vigente. ¿Llegará el momento en que los jueces de fútbol sean electrónicos? Es inteligente que los jueces jueguen, porque el fútbol necesita la cuota de arbitrariedad que lo convirtió en discusión y pasión de multitudes. Pero es inocultable que la inteligencia también se pierde.
El partido de mañana contra Colombia vuelve a colocar a Uruguay en la cornisa del entusiasmo y su intemperie, con la adrenalina duplicada. La selección ha demostrado que tiene voluntad de pelear con equipos y fantasmas. Pero gane o pierda, siempre importará la conversación escondida que estos muchachos tienen con el país cada vez que salen a jugar a la cancha, pasto de festejos y desilusiones al margen de los resultados. Esa discusión silenciosa es la mayor oportunidad de dar con una victoria, porque el gran Buster ya ha demostrado que trepar una escalera para arreglar el tejado puede sentarnos, sin saber cómo, en la mesa del vecino, y no tenemos mejor amigo del azar que el interés en resolver el uruguayo problema.

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