miércoles, 26 de agosto de 2015

Y A PESAR DE ESTO ,TRUMP NO TIENE RAZON...

Ética a balón parado

Ética a balón parado

© REUTERS/ USA TODAY Sports/Jason Getz
FIRMAS
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Walter Ego.

El fútbol, se sabe, es algo más que una actividad física reglamentada que millones de personas practican con afán competitivo o por mera distracción; es también un hecho cultural que contribuye por su poder de convocatoria a la conformación de una identidad nacional.

“Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo”
Jorge Luis Borges
Bien lo saben aquellos que lo usan para validar embarazosos proyectos políticos (la “catalanidad” hace del Barcelona algo “más que un club”) o para distraer la atención de las urgencias socioeconómicas de un país.
De esa empatía que convierte a una veintena de jugadores (entre titulares y suplentes) en la representación de todo un pueblo nacen las alabanzas por los triunfos y los clamores ante el revés. Nace asimismo el que su actuar en la cancha le devuelva a ese pueblo un rostro al que se quiere ajeno a los afeites y los engaños. La “garra charrúa” habla no sólo de la bravura con que una selección, la uruguaya, disputa cada partido de fútbol, habla también del orgullo de sentirse descendientes de aquel pueblo precolombino que se resistió obstinadamente a la colonización por parte de los españoles.
De ahí que la selección nacional de fútbol simbolice a México nos guste o no el hecho, nos guste o no su juego, y que la colmemos de significado como mismo se carga de significado un estandarte que otros perciben (los Testigos de Jehová, por ejemplo), como un simple pedazo de tela al que la gente rinde pecaminosa adoración. De ahí que el día en que el conjunto azteca se impuso a Panamá en las semifinales de la Copa Oro 2015, tras un inexistente penal a favor marcado por el árbitro principal en los estertores del partido, dejó ver el rostro sombrío y falaz que para muchos en el mundo identifica a México, el rostro de un país donde la trampa se ha hecho cotidiana en vez de excepción, donde el honor es un vocablo en desuso y el ganar sin que importe cómo una lacerante realidad.
La gente se queja, y con razón, de los políticos corruptos, habla de ellos como si fueran una especie mutante del mexicano común; se olvida, empero, que comparten idéntico ADN y que no hacen más que replicar a un nivel superior las mismas artes de engaño que a diario practican muchos a escala reducida; se olvida que no hay gran diferencia entre aceptar el resultado fraudulento de una elección cualquiera, asumir el soborno como forma de entendimiento social o el cobrar un penal que nunca existió: sólo cambian las circunstancias y el impacto social de la vileza.
Lo peor es que las excusas públicas para tirar el penal tampoco distaron de las justificaciones íntimas con que muchos intentan calmar su conciencia cuando se despeñan por el lado ciego de la vida: “otros también actuaron así”, “hice lo que me dijeron que hiciera”. De la primera brota esa espiral de malas obranzas que se pudo haber truncado para demostrar que hay honor en la caída, para demostrar que la derrota en el juego y en la vida es también una medalla que vale colgarse al cuello por lo que deja de aprendizaje. Y la “obediencia debida” es la misma intolerable excusa con la que se quisieron justificar atrocidades no muy lejanas durante las dictaduras tropicales del “novecento” latinoamericano.
La búsqueda del triunfo en una competición, proceso que lleva implícito la derrota del otro, parece andar a contramano de la igualdad que procura el “juego limpio” antes y durante la contienda. Ello es cierto si lo reducimos al ámbito de la moral, a las costumbres que sanciona una época, no si lo dimensionamos a la universalidad que entraña la ética como valor. Lo primero hace de la trampa un componente del juego en tanto recurso para superar al contrario, lo segundo le apuesta a la superación personal y al trabajo en equipo como baluartes del éxito. Y ello aplica no sólo para el campo del deporte: el investigador que ante la inclemente presión del “publica o pereces” se aprovecha del caos de información que circula en Internet para plagiar textos ajenos comparte el mismo cinismo de quien se aprovecha de los errores de un árbitro para obtener a toda costa una victoria acuciante.
La Copa Oro 2015 que finalmente obtuvo México apenas si es hoy un trofeo y una estadística más para la selección tricolor; su triunfo sobre Panamá en semifinales, tras el inexistente penal a favor marcado por el árbitro, una prueba más de ese antagonismo trágico que en ocasiones enfrenta a la veleidosa moral –que dictaba cobrar el penal en tanto acto validado por la deplorable costumbre de aprovechar en beneficio propio cualquier error humano– con la obstinada ética que dictaba errarlo y trascender más allá del ámbito deportivo.
Porque aquellos minutos en que un solo hombre pudo tomar la decisión deportiva de fallar a propósito el penal y perder el partido fueron la ocasión idónea para hacer vivir a México otra forma de la gloria deportiva; aquellos minutos en que un solo hombre pudo tomar la decisión ética de fallar a propósito el penal y perder el partido fueron la ocasión idónea para fijar ante los ojos de propios y extraños la diferencia entre el México que es y el que se aspira que sea.


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