martes, 20 de octubre de 2015


El espíritu del rugby

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 Por Gustavo Veiga

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El espíritu del rugby es su razón de ser, parece sublimarlo, ubicarlo en un nirvana superior al que puede disfrutarse en otros juegos. En estos días del Mundial que se disputa en Inglaterra, la pregunta cobra de nuevo vigencia, se rediscute a partir de ella, se habla con pasión entre quienes queremos a este deporte: ¿Qué es el espíritu del rugby? La International Rugby Board (IRB) que rige en esta disciplina –llamada desde 2014 World Rugby– lo definió poniéndole su mismo nombre a un premio. Por ende, quienes lo recibieron por lo que hicieron indican mejor que nadie de qué se trata el espíritu. Un espíritu que no es teológico ni místico, pero sí que expresa valores esenciales como la solidaridad, el juego en equipo, el respeto a las reglas que, cuando se transgreden, generan sanciones de la mayor severidad.
El premio Espíritu de Rugby lo recibieron en 2003 los dieciséis sobrevivientes de la tragedia aérea de Los Andes ocurrida en 1972,aquellos rugbiers uruguayos del club Old Cristian’s que se sobrepusieron a 72 días en soledad entre montañas heladas. En 2010, la IRB se lo otorgó al Virreyes Rugby Club, ubicado en el norte del conurbano bonaerense, un proyecto nacido tras la crisis del 2001 que trabaja con niños y adolescentes en situación vulnerable, además de ayudar a sus familias. El presidente de la IRB, Bernard Lapasset, lo justificó así: “Virreyes es un maravilloso ejemplo de cómo un club de rugby puede ser el latido del corazón de su comunidad y asegurar que los niños realicen sus esperanzas y aspiraciones a través del juego”.
Ahora bien, ¿podrá perdurar la esencia del espíritu del rugby en un deporte de notable crecimiento a nivel internacional, como quedó demostrado en la octava Copa del Mundo? Las cifras lo demuestran: según la ex IRB, el impacto económico en Inglaterra y Gales –los anfitriones del torneo– asciende a 2700 millones de euros; la entidad organizadora, entre sponsors y derechos de TV calcula que recaudará 300 millones de la misma moneda; es récord la venta de entradas; se estima que medio millón de personas viajaron a las sedes y podrían enumerarse otros ítems más.
Sebastián Perasso es hijo de Emilio Perasso, ex entrenador de Los Pumas y San Isidro Club. Escribano de profesión, da charlas sobre el juego y escribió una serie de libros que abarcó bajo el título de Rugby Didáctico. En la página oficial de la URBA comentó sobre el tema: “En el rugby, el espíritu es la letra no escrita. Es ese código de conducta que no necesita editarse ni publicarse, porque ha sido transmitido por millones, de generación en generación, a través de los usos y costumbres. No lo podemos ver, pero sabemos que existe y está siempre presente”.
En plena Copa Mundial, lo que más reactualizó la pregunta sobre qué es el espíritu del rugby fueron los fallos que castigaron a los jugadores amonestados (el argentino Marcelo Bosch que levantó con un tackle a un jugador namibio) o cuya mala conducta no fue detectada por los árbitros (el irlandés Sean O’Brien que le pegó una piña en el estómago a un francés y una filmación lo dejó en offside). Los especialistas se dividieron entre aquellos que dijeron que los comisionados no usaron la misma vara para sancionar o que se juzgó con severidad porque, cualquier falta que pone en peligro a un rival, merece una pena severa.
Puede afirmarse que Bosch y Mariano Galarza, su compañero de Los Pumas que quedó afuera de todo el Mundial por una presunta agresión a un neozelandés en el primer partido, fueron suspendidos con demasiada dureza. Y que, como se trata de argentinos, las suspicacias alimentan teorías conspirativas. Sobre todo en el primer caso: o sea, que se pretendió emparejar con el castigo desmedido a Bosch el de O’Brien, una de las figuras de Irlanda. Si esto fuera cierto, el espíritu del rugby caería en el tacho de basura. Y lo arrojarían ahí los encargados de impartir justicia. Son los comisionados de la World Rugby que citaron a dieciocho jugadores a declarar, sólo en los partidos de la fase de grupos.
El rugby acaso sea, después del ajedrez, uno de los juegos que admite más variantes posibles. También, el que permite jugar sin discriminación física alguna, a altos, bajos, flacos, gordos, lentos y rápidos. El espíritu también pasa por ahí. No admite el pan y queso del fútbol para elegir a los más dotados de destrezas, porque todos son necesarios para armar un equipo. Y el más pesado no va al arco como figura decorativa porque poco podrá aportar a los demás. Desde el morrudo pilar que empuja en un scrum hasta el wing fibroso y delgado que corre sin parar hasta el ingoal rival, todos tienen un rol activo que cumplir en el juego. Y son quince jugadores por lado, la mayor cantidad que exista en cualquier deporte.
Al rugby jugó el Che Guevara con su asma y el inhalador al costado de la cancha que le permitía rendir mejor; jugaron los veinte militantes revolucionarios del club La Plata que desapareció la dictadura militar o asesinó la CNU; lo juega el atleta Martín Sharples a los 49 años en el Porteño de sus comienzos, con una prótesis de carbono que reemplaza a su pierna izquierda; lo juegan los pueblos originarios en Formosa y en Salta; lo juegan los jóvenes del Villa 31 Rugby y Hockey Club de Retiro, los chicos de escasos recursos incluidos en el Proyecto Virreyes o los presos en las cárceles bonaerenses.
Ya no es el rugby –o lo es mucho menos– de una oposición cerril al profesionalismo que sólo parecía reservado a clubes elitistas o colegios de clases acomodadas sin dificultades económicas para practicarlo.
De ese crisol de experiencias deben sacarse más conclusiones para comprender mejor qué es aquello que todos llaman el espíritu del rugby. Aunque no todos piensen en el mismo significado.

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